Castillo de Pelegrina

Sobre un pequeño cerro dominando el caserío de su nombre y el curso del río Dulce, a unos ocho kilómetros al Sur de Sigüenza. Se puede llegar hasta él sin dificultad por entre las casas del pueblo.

Muy mal estado, en completo abandono. Se haya caído en su mayor parte, aunque los restos conservados parezcan muy aparatosos.

El castillo fotografiado desde el Este.

 

 

 

Dominando el idílico valle del río Dulce aparecen castillo y pueblo.

Entrada al castillo. Sus dovelas han sido expoliadas. No obstante, parece que contó con arco de medio punto.

Castillo roquero de planta irregular con dos recintos parcialmente concéntricos. El castillo propiamente dicho, a modo de alcazarejo, y un recinto más amplio y a menor altura, que bien podría ser un albácar. Cuenta con una superficie aproximada de 1.800 m2. Está tan destrozado que solo se han conservado dos sectores correspondientes a las zonas Sur y Norte, aunque eso sí, han conservado una altura entre ocho y nueve metros. La puerta de todo el conjunto se abre en el lienzo Norte y, luego, para el recinto superior, hay dos lugares donde pudo estar la puerta, según los diferentes autores, al Norte o al Sur. En realidad, no ha quedado vestigio de ninguna de ellas y a veces, un mero agujero en el muro, semeja una puerta. Los muros son muy fuertes, de 1’5 metros de espesor, con fábrica de mampostería caliza de buen tamaño, destacando la ausencia de saeteras y vanos, así como de matacanes. Tuvo tres pisos al interior y en las torres, cuatro. Todas las torres son semicilíndricas, sin penetrar en el interior del recinto. Se comenta que en siglos posteriores a su construcción se levantó una gran torre del Homenaje de planta cuadrada adosada al muro septentrional, pero nosotros no hemos encontrado vestigio alguno.

Sector Norte.

 

 

 

Puerta del albácar, a la izquierda, y puerta probable del castillo, a la derecha.

 

 

 

 

Posible puerta del extremo meridional.

Alfonso VII donó Pelegrina al obispado seguntino en agradecimiento por la ayuda dada en la conquista por parte de su primer obispo, Bernardo de Agén. La tranquilidad de la aldea la hacía propicia para el retiro espiritual y el descanso, lo que motivó que a finales del siglo XII el obispado se planteara la construcción de un castillo a tal fin, que además debiera ser fuerte para evitar que pudiese ser tomado con facilidad, temiendo que aún lo pudiese ser por la todavía próxima frontera entre reinos cristianos y andalusíes. En tiempos de Pedro I el Cruel fue secuestrado el castillo por él con el pretexto de guarnecerlo con tropas de confianza, dada su proximidad con la frontera de Aragón. En el siglo XV fue saqueado por los navarros y en 1710, durante la Guerra de Sucesión, fue incendiado por los austracistas. Un siglo después fue testigo de varias batallas de la guerra del Francés entre las tropas de El Empecinado y las napoleónicas hasta que en 1811 fue destruido por las últimas antes de su retirada dejándolo en ruina. Tras la desamortización, fue comprado por un particular, aunque éste después lo donó al pueblo.